OPINIÓN
Me lo comentaba hará unos tres años un joven empresario calpino, hostelero por tradición familiar para más señas, ante el plato de chopitos perfectamente mejorable que me acababa de servir:
«El PP de Calpe es una «máquina» de ganar elecciones. El partido funciona como un ejército. Se reparten las listas y el trabajo, se toca a la gente una a una. Si no aparecen a votar el día de elecciones se les busca, se les coge del brazo o se les lleva de la oreja. Móvil en mano, taxi en la puerta y papeleta preparada: no se escapa ninguno, no se pierde un voto. El PP es prácticamente invencible».
No debían de faltarle razones a mi eufórico anfitrión, casado él con una entonces trabajadora del ayuntamiento. En esas fechas el PP local terminaba de ganar las municipales 2015, con sus votos y con el seguro a todo riesgo que le garantizaba un cuarteto de troyanos. Qué estilo de hacer las cosas. Chapó. A formar gobierno. La «máquina» de campaña había funcionado a la perfección. En realidad, la «máquina» se había puesto en pleno funcionamiento bastantes meses antes de la cita electoral. La «máquina cachivache» del PP local había quedado instalada en la última planta del edificio de ayuntamiento, en la supuesta «casa de todos» y a las órdenes de una tal Paula. Al mando de esta infraestructura, desde esta atalaya que financiamos los contribuyentes, se controlaron los movimientos de comicios, se bombardeó de propaganda a discreción y se sexó políticamente al ciudadano como si fuera un pollo. Éxito total. Esta «máquina», de ingeniería sofisticada, mejoraba con mucho el simple ardid del maletín ladrillero o del «pásame a mí esa factura que ya me hago cargo yo».
Los chopitos que me acababan de poner delante, como digo, no eran gran cosa, aunque ahora pienso que quizá fue el estómago quien me traicionó. Algunas personas procedemos de entornos familiares en los que el voto es algo sagrado, cuánto más el respeto hacia la voluntad política de un amigo o conocido. Se puede discutir el sentido de un voto, claro, pero es inadmisible que este derecho pueda disputarse a través del apremio o la coacción. Había algo rancio en ese orgullo partidista que mostraba el hostelero ante quien al final pagaría aquella cuenta. Por sus palabras de anfitrión satisfecho entendí que para él la política sólo debe de tratarse de un juego entre pillos y bobos.
Contando lo que me contaba me acordé del Conde de Romanones y las caspas de hace más de un siglo. Principios del XX. Romanones había sido diputado por Guadalajara durante décadas por el Partido Liberal. A su hábil combinación de caciquismo y clientelismo, que le permitía controlar el feudo a sus anchas, pretendió oponerse Antonio Maura, quien con los años llegaría a ser jefe del Partido Conservador y presidente del Consejo de Ministros.
Romanones había dispuesto pagar el voto a dos pesetas, pero Maura se decidió a comprarlo a tres. Romanones se plantó en Guadalajara con la «máquina» de comprar votos a repetir su jugada habitual, pero comprobó que Maura se le había adelantado y ofrecía esas tres pesetas por sufragio. Romanones, espoleado y a través de sus agentes, fue localizando a los electores que habían sido tentados por Maura y, uno a uno, les fue diciendo: «Agarra este duro y dame las tres pesetas de Maura». Cuentan que Romanones arrasó, los electores se embolsaron cada uno un duro y al conde los votos le costaron a dos pesetas, como de costumbre.
Así se ha contado siempre esta anécdota. En mi opinión, bastante a medias. No suele apuntarse que, para que a Romanones le salieran bien las cuentas, hizo falta que el votante perdiera una peseta por su voto. Esto es, y como corolario de la breve historia: no pudo existir un listo Romanones sin la colaboración de un montón de tontos útiles.
En realidad, aquel día de mi charla el dueño del restaurante también perdió dos clientes. Y les juro que no fue por cuestión de chopitos ni de ideología.