Mi buen amigo Juan Bautista Bisquert Cendra me facilita algunos apuntes muy interesantes sobre la vida artística de una soprano alteana del siglo XIX: una mujer prácticamente desconocida que presenta perfiles humanos de gran atractivo. Sorprende que la figura de esta joven artista, quien hizo carrera entre Italia, Portugal y España, haya tenido tan poco eco en las crónicas de su época y aún menos en las actuales. Sólo hemos podido rescatar de estas últimas una escueta reseña del libro Altea 1896-1955 “Álbum familiar de la memoria de Altea”. La Tertulia. Altea, 1986.
Ana Jorro Gómez –Anetta Nicoli para el universo operístico– nació en Altea en 1841 y fue hija de Miguel Jorro Such, miembro de la familia local conocida como “Fendi”, y de Ana Gómez Burguet. Fruto de este matrimonio nacieron dos niñas: Ana y Enriqueta Jorro Gómez. Ambas gozaron de una refinada educación de cultivo viajero que les procuró una amplia visión del mundo y el desarrollo del gusto sensible por las letras, la música y las artes en general. Las hermanas fomentaron la labor literaria y periodística, afición que acuñaron por vía paterna, y en ella se distinguió especialmente Enriqueta, quien fue colaboradora habitual de diarios y revistas nacionales.
Miguel Jorro, el padre, aparece como un personaje controvertido y singular de nuestra historia comarcal que merece crónica aparte. Jorro, propietario y comerciante, conspirador y francmasón; amigo de la reina y republicano, revolucionario perseguido, diplomático en Oriente, enriquecido o arruinado, agrupa en su existencia de siete décadas todas las facetas burguesas del individuo decimonónico de pro.
Los retazos de la vida de Anetta que coleccionamos presentan un hilo argumental sedoso, difícil de enhebrar por su textura de delicadezas. Alejada de su villa natal a edad temprana, Anetta residió en Roma y Florencia. En esta última ciudad italiana contrajo matrimonio con el escultor Silvio Nicoli, perteneciente a la famosa saga de artistas de Carrara. Carlo y Silvio, creadores que realizaron importantes obras en España, fueron hijos de Pietro Nicoli, artista de quien arranca la tradición familiar que pervive en nuestros días. En la actualidad, la importante escuela Laboratori Artistici Nicoli continúa su labor académica en Carrara con estudio abierto. Del matrimonio de Ana y Silvio hubo una hija: Ernestina Podesta Jorro.
Nuestra protagonista, como su hermana Enriqueta, había recibido formación musical primaria y clases de canto y piano en plena juventud. El enlace de Anetta con Nicoli abrió para ella las puertas artísticas florentinas y en especial las de la escuela de canto italiana, de cuya fama fue un gran exponente el maestro y compositor Pietro Romani (1791-1877), del Istituto Musicale di Firenze, quien ganó cumplida fama por ser el autor del aria, Manca un foglio. Este fragmento suele introducirse regularmente como pieza alternativa en las representaciones de la ópera de Rossini “El barbero de Sevilla”.
Anetta recibió clases de canto del maestro Romani y perfeccionó su formación para introducirse en el repertorio belcantista. La clasificación de su voz situaba el instrumento en la cuerda de soprano sfogato, una categoría antigua, muy especial, que distinguía un timbre oscuro en la cantante −en sus medios y graves− timbre casi de contralto, junto al propio de un extensísimo registro agudo.
El obstáculo principal para la cantante con este tipo de voz residía en su obligación de poseer un dominio técnico de gran perfección. La homogeneidad de los registros garantizaba una naturalidad uniforme y este arduo trabajo de igualar el color en todo el rango vocal suponía un gran reto para las intérpretes dotadas de tan excepcional instrumento. Famosísimas cantantes de la época como Giuditta Pasta o María Malibrán, ambas soprano sfogato, acusaron siempre este defecto de la deficiente homogeneidad de su voz, peculiaridad que excusaban sus públicos devotos.
Un artículo de la firma de Enriqueta Jorro publicada en prensa, una deliciosa crónica escrita en Livorno en 1864 bajo el título de “Madonna de Montenero”, nos hace sabedores de que Anetta, auxiliada por su hermana, hallaba recuperándose en aquel año de una gravísima dolencia. Este tiempo de tribulación, finalmente superado, dio paso a la feliz llegada a España de la cantante, un año después, en agosto de 1865, para debutar en un teatro de Madrid: el Rossini, coliseo de verano de la capital instalado dentro del conjunto de atracciones de los Campos Elíseos, al inicio de la calle Velázquez, hoy barrio de Salamanca.
Y había sido el mismo Salamanca, José, el impulsor y empresario teatral de las representaciones operísticas madrileñas hasta la apertura del Teatro Real en noviembre de 1850. Hasta esta fecha, la Ópera de la capital se representaba en el Teatro del Circo, plazuela del Rey con calle del Barquillo, un coso comido por las ratas según las crónicas de entonces, por cuya puerta podía hacer aparición Isabel II en cualquier momento e interrumpir la representación. Grandes figuras de la Ópera italiana de su tiempo desfilaron por su palco escénico.
El debut de Anetta Nicoli en el Teatro Rossini de Madrid, de manos de un empresa más modesta y anunciado para el día 30 de agosto de 1865 como debut de la soprano valenciana Ana Jorro, fue recibido con expectación por la prensa de la capital. El Contemporáneo, aquel mismo día, informaba:
“Hoy se dará una función en el Teatro Rossini, compuesta de tres actos de diferentes óperas, cantando en el primer intermedio la señorita Jorro, la cavatina de Sonámbula, y en el segundo un dúo de la Semiramis con el señor Gassier”.
La crítica del periódico, en su edición del siguiente día, repartía alabanzas y reconvenciones:
“De un timbre agradable, su escuela de canto es bastante pura, y a veces se resiente de un defecto que no lo es hoy sino por no ser del gusto del día, y es que es demasiado afición a la fioriture. La hizo aparecer con cierto sabor al canto añejo que, como decimos, no es hoy de muy buen gusto. El público, a nuestro entender, no trató a la joven debutante con toda la justicia, que aparte de la condescendencia obligada se merecía, pues si bien hubo aplausos, hubo también una parte de la concurrencia que se mostró un tanto intransigente, sin tener en cuenta que era la primera vez que la señorita Jorro se presentaba ante el público, y ante un público como el de Madrid”.
La floritura o fioritura (cadencias, trinos, agilidades), como adorno vocal añadido e improvisado dentro de la composición de una pieza musical, era siempre ejecutado por el intérprete a criterio propio. Un exceso de arabescos en la voz terminaba por destruir la obra y arruinar el canto por recargado.
El diario La España de Madrid se pronunciaba de la siguiente forma ante el debut de nuestra “prima donna”:
“Cantatriz notable.- Anteanoche, como estaba anunciado, hizo su debut en el Teatro de Rossini, la señorita Jorro. El éxito correspondió a las esperanzas del numeroso y distinguido público que ocupaba todas las localidades de aquel coliseo; tanto la cavatina de la Semiramis como en la de la Sonámbula, la joven española, que se presentaba por primera vez en escena, arrancó repetidos aplausos de todos los concurrentes, que admiraron su hermosa voz y sus disposiciones para el canto.
La señorita Ana Jorro, hija de un antiguo empleado, que ha dejado muy buenos recuerdos en la carrera consular, ha recibido su educación en Florencia, al mismo tiempo que su linda y simpática hermana Enriqueta, que según parece escribe notables artículos y reúne una instrucción literaria poco común, un talento claro y una decidida afición al estudio.
Nos complacemos en felicitar a nuestro antiguo cónsul en China, el Sr. D Miguel Jorro, que debe estar altamente satisfecho de la esmerada y brillante educación que resplandece en sus simpáticas y amables hijas”.
La Iberia, el 3 de septiembre, se muestra también crítico con las improvisaciones vocales de Anetta y regaña al maestro Romani, nos tememos que con cierta razón:
“La señorita Jorro es muy joven, está dotada de grandes condiciones y tiene delante de si un brillante porvenir.
Tal es nuestra opinión. En las dos cavatinas que cantó en la noche de su debut la joven artista, demostró que a su excelente voz reúne mucha agilidad, y que a pesar de su falta de experiencia en la escena sabe conquistar nutridos aplausos.
Con lo que no podemos estar conformes, es con las floriture de gola, con que se recargó la melodía de la cavatina de La Sonámbula, porque ser una profanación el meterse a modificar la música del inmortal Bellini, son de un gusto malísimo, rechazado hoy por todos los dilettanti.
Pero eso es un ligero lunar, cuya responsabilidad pertenece solamente al maestro Romani. El público aplaudió calurosamente en ambas piezas a la joven artista, llamándola a la escena y arrojándola ramos de flores”.
El periódico La Época, el día 5 de septiembre, entraba de lleno en la cuestión técnica, principal caballo de batalla de cualquier principiante: ataque de las notas, respiración y “passaggio” (zona de cambio de la voz de pecho a la voz de cabeza. Si esta transición no se realiza correctamente, “cubriendo” el sonido, la voz aparece abierta y afeada, con peligro de daño físico para los cantantes). Escribía el articulista, además incidiendo en la dificultad añadida para la debutante de ser acompañada por una orquesta y dirigida por vez primera:
“Posee una voz de soprano llena, igual de igual extensión; su afinación es perfecta; hay facilidad suma para los pasos de agilidad y cuantos elementos son necesarios para llegar a ser una artista notable.
Hemos dicho que su dirección ha sido mal dirigida y es facilísimo el probarlo. El primer defecto que hemos notado, es que no sabe tomar los alientos, de donde resulta necesariamente el falso y defectuoso el ataque de las notas.
Alguna de estas, llenas, redondas en ciertos períodos, resultan abiertas y desagradables en otros, y este gravísimo defecto no puede atribuirse a otra cosa que a lo mal dirigida que ha sido su educación, o a descuidos inexcusables del maestro.
Sus trinos no están bien concluidos, y sus cadencias, de pésimo y anticuado gusto, nunca finalizan bien. Comprendemos que algunas otras faltas que en la señorita Jorro, notamos deben de atribuirse al miedo y a la emoción natural en una joven que se presenta por primera vez, ante el público y que canta también por primera vez acompañada por la orquesta”.
El mismo periódico destaca el comportamiento inapropiado de los “zoilos” (críticos afilados que abundan en el mundillo):
“Si los zoilos que tanto abundan en todas partes, y particularmente en nuestros teatros líricos, supieran los funestos resultados que pueden producir para los artistas que principian, sus manifestaciones mal sonantes y casi siempre injustas, se abstendrían de seguro de hacerlas, en las circunstancias en las que se encontraban la noche en cuestión.
La Jorro, se presentó modestamente, sin pretensión de ningún género, gratuitamente a demostrar a sus compatriotas, escudada en su juventud e inexperiencia, las dotes artísticas con la que había dotado la naturaleza; el público o mejor divo los zoilos que componían parte de él, debían de haber tenido muy en cuenta aquellas circunstancias y recibirla cual se merece una debutante joven, compatriota y con elementos para llegar a gran altura en el arte.
Lo que se necesita en estos casos, es animar a la artista que empieza y no destruir sus ilusiones con demostraciones improcedentes”.
La lectura de estos recortes de prensa, entre otras reseñas facilitadas por Bisquert Cendra, nos hace intuir la enorme presión a la que estaría sometida nuestra artista en aquellos días. Desconocemos el carácter de nuestra protagonista, su entereza de ánimo y su facilidad para el descanso en tan trascendentales jornadas para ella.
En los ámbitos artísticos de aquel verano madrileño del 65 se aseguraba que la joven había firmado contrato para la temporada siguiente con el Teatro de San Petersburgo, donde cantaría La Linda de Chamounix, La Traviata, La Sonámbula y El barbero de Sevilla. Tenemos constancia de que Ana Jorro, o Anetta Nicoli, retornó a Madrid el verano siguiente tras cantar en la capital portuguesa. Así lo atestigua La Correspondencia el 4 de junio:
“Ha llegado a Madrid procedente de Lisboa, en cuyo teatro de San Carlos ha cantado últimamente con brillante éxito, nuestra compatriota la señorita Ana Jorro, quien debutó el año anterior en el Teatro Rosini, aplaudiéndola en público con entusiasmo, tanto por ser el primer escenario que pisaba después de su educación filarmónica en Florencia, cuanto por reconocer grandes facultades para el canto.
Según nuestras noticias, el empresario de los Campos Elíseos la ha contratado para el elegante Coliseo Rosini, donde tendremos el gusto de oírla. La empresa ha hecho una buena adquisición”.
Nuestras noticias sobre la protagonista terminan en este punto. Desconocemos si la joven Anetta pudo superar sus retos vocales y escénicos y madurar como cantante para poder afrontar una extensa carrera artística. Cualidades intrínsecas parecían no faltarle.
Las enseñanzas de los grandes maestros de canto dejaron rutas claras hacia el triunfo profesional. Quienes conocemos este extraordinario pero complicado espacio artístico, aprendimos de ellos que una voz excelente no es el elemento más importante para desarrollar una carrera de éxito. La actitud y fortaleza mental, el trabajo, la disciplina, la salud y el estilo de vida, el respeto por el propio instrumento a la hora de escoger el repertorio adecuado, son factores definitivos para obtener óptimos y duraderos resultados.
Nada más podemos aportar a la semblanza de la Jorro con nuestros recursos documentales. Nuevos hallazgos alumbrarán, quizá, episodios de nuestra artista. Esperemos que se presenten llenos de reconocimientos y aplausos. Sólo indicaremos que Ana Jorro Gómez, conocida artísticamente como “Anneta Nicoli”, falleció durante el transcurso de un viaje a Alicante, en la población de El Campello, en el año 1893. Esto al menos indica la obra al principio mencionada, “Altea 1896–1955”.
Enriqueta, su hermana pequeña, con quien compartió muchos años de vida en común, enviudó del alteano Miguel Martín Riera y se retiró en su villa natal en 1895. Durante los años 1910 a 1916, sus precarios medios económicos la conminaron a impartir clases de canto y de piano entre las señoritas de buenas familias de Altea: las Beneyto, Rostoll, Gorgoll, Martínez, Ripoll, Gómez Sevilla.
Doña Enriqueta, como se la conocía popularmente, quien por esas vicisitudes de la vida pudo haber sido en su día una soprano de éxito, debutante en el Teatro Liceu de Barcelona, pasó sus últimos días tocando el piano y cantando arias y romanzas para deleite de los tranquilos vecinos del carrer La Séquia y de la Salut de Altea. Falleció en esta última calle, en la madrugada del día 26 de marzo de 1916, a los sesenta y cinco años. Fue enterrada en el panteón familiar de sus parientes, los Gómez Sevilla.
Aquí dejamos el testimonio de unas letras de la pluma de Enriqueta, escritas a los trece años de edad, en homenaje a su memoria. Iban, cómo no, por una Anetta enferma.
“Apenas había transcurrido algunos días desde nuestra llegada a Antignano, pequeña ciudad situada a orillas del mar y lugar de residencia de muchas familias extranjeras durante la estación de los baños, cuando la sincera promesa que desde el fondo de nuestro corazón habíamos hecho con motivo de la peligrosa enfermedad de mi querida hermana, excitada nuestra paciencia por visitar a la Madonna de Montenero, cuya celebridad, extendida en toda Italia, había llegado hasta nosotras con una especie de vago y poético murmullo.
Yo, no soy de ningún modo supersticiosa, sin embargo, me complacía en acariciar la dulce esperanza de nuestra visita al Santuario de la Madonna, influiría muy favorablemente en la salud, todavía delicada de mi ángel querido…. ¿Por qué había de desconfiar del amor y de poder de esa madre de misericordia cuya divina bondad, el más hermoso de sus atributos, es grande como su gloria, inmenso como el infinito?
Cuando inspirada por una profunda melancolía me acercaba a la ventana y dirigía mis miradas hacia la pintoresca colina de Montenero, preciosamente sembrada de poéticas casas de campo cerca de la de deliciosos jardines, de bosques extensos, de verdes y añosos castaños que se extendían hasta su cima, en la cual, y en el centro de una verdadera montaña de verdura, se eleva majestuosa la Iglesia de Montenero, cuyas elevadas torres parecían perderse en el limpio azul del cielo, no podía dejar de sofocar un triste suspiro, casi siempre acompañado de lágrimas ardientes.”
MADONNA DE MONTENERO. Fragmento. Enriqueta Jorro Gómez. 1864