El reclutamiento de efectivos para las fuerzas regulares durante la Primera Guerra Carlista (1833-1840) se establecía por el sistema de quintos, competencia que correspondía a los ayuntamientos. Para la convocatoria y sorteo de los mozos se utilizaban las sedes consistoriales, donde se emplazaban las urnas en las que se depositaban las papeletas de sorteo.
El periodo de servicio se establecía por ocho años, a cuyo término los jóvenes podían reengancharse o licenciarse; también se contemplaba un reclutamiento de voluntarios. Los quintos electos podían ser reemplazados por sustitutos, quedando liberados de su obligación a cambio de una contraprestación dineraria. Dado el nulo grado de formación de los quintos de nuestra comarca, estos quedarían relegados a institutos inferiores; los cuerpos de artillería o ingenieros quedaban integrados por efectivos de mayor cultura general o categoría profesional.
Obviamente, este sistema de quintos hacía recaer el peso de la defensa de la nación en miembros de las capas sociales más desfavorecidas, pues las indemnizaciones por sustitución –soldado de cuota– eran prohibitivas para los vecinos de menores recursos. El pago por sustituto podía ascender en la época hasta la cantidad de 15.000 reales. Con estas circunstancias, no puede sorprender que el grado de deserción fuera muy alto y las ordenes de captura de prófugos por los organismos competentes, habituales.

La activa vida militar también ofrecía graves inconvenientes para el joven campesino o marinero reclutado. Las fuerzas liberales contaban con un escaso y deficiente material de campaña. Las mochilas, de cuero teñido en negro o lienzo blanco, resultaban incomodas y molestas; las cantimploras se fabricaban con hoja de lata o calabazas vaciadas. El calzado, equipamiento primordial, resultaba de uso muy incómodo. La horma era única, válida para ambos pies. Las botas de piel rígida, de tacones de cartón con tachuelas, estaban mal cosidas. No ha de sorprender que la efímera vida de este calzado provocase su sustitución por las esparteñas del país.
Las camas de campaña se apañaban con paja, destinándose para tal fin un determinado número de kilos por soldado. La ausencia de tiendas obligaba a guarnecerse a las tropas con soluciones improvisadas, a dormir al raso, con detrimento del material bélico y uniformes. En poco tiempo los soldados aparecían como gavillas de harapientos, mal nutridos por una alimentación deficiente, compuesta en su base por pan de trigo de mala calidad, algo de bacalao en salazón y tocino en abundancia.
La campaña en persecución de malhechores emprendida en aquel año por don Joaquín Antonio Cendra, “Mayorazgo Cendra”, primer mando de la Milicia Urbana de Pego se inicia el día 29 de marzo desde el pueblo de Xaló: “… determiné recorrer todos los puntos sospechosos, como en efecto los recorrí dejándome ver con toda la partida de mi mando en los pueblos de Calpe y Altea, practicando algunos reconocimientos…”
Tras pasar por el Alfás de Polop, punto del Molino llamado de Ramonet, y Benidorm, el Mayorazgo ocupó las avenidas del pueblo de Finestrat, cercando sus accesos. Finalmente, aprehendía a Vicente Llorca, apodado “Castell”, que se rindió, y resulto muerto el maleante José Alemán, apodado “Sellardo”. La nómina se completó con las detenciones de los también integrantes de la gavilla: Juan Pérez, Vicente Mayor, apodado “el Pollo”; Joaquín Llinares, apodado “Pérez”, y Jaime Pérez. El cabecilla principal, Juan Robles, apodado “El Famoso”, resultó huido.
Por dichos servicios el Mayorazgo fue condecorado con la Real Orden Americana de Isabel la Católica, y el alcalde de Finestrat, Francisco Linares, multado con trescientos ducados por falta de colaboración y actitud permisiva hacia criminales. Dicha penalización generó una agria polémica entre Llinares y Cendra, pues el Alcalde, a la sazón capitán de la Guardia Nacional de la Villa, denigró los métodos utilizados por el Mayorazgo y reivindicó su lealtad a la causa liberal con la prueba de su hoja de servicios.
Esta condecoración suponía el reconocimiento a la dura labor de persecución y aprehensión de los siempre peligrosos delincuentes. La falsa visión romántica difundida literariamente por algunos viajeros europeos que visitaron España en el XIX, no ha de ocultar que el bandolero, faccioso, era un tipo de ladrón que, agrupado en gavillas armadas, asaltaba viajeros por los caminos y, en ocasiones, no dudaba en matar por conseguir su objetivo, o para no ser denunciado o reconocido. A esta dedicación clandestina voluntaria habría que sumarle, por supuesto, quizás como atenuante, las circunstancias del momento: periodos de escasez y hambre, guerras y enfrentamientos sociales, entre otras.
Con el tiempo, la delincuencia rural llegó a convertirse en un problema endémico. La instalación del bandolerismo sería pues “producto de la miseria” que refleja las tensiones sociales existentes. Muestra la réplica extremadamente rebelde y heterodoxa de un sector campesinado acosado por la penuria (casi la mitad de la población subsistía como jornaleros del campo, es decir, sin tierra en propiedad), sujeto al reclutamiento militar o “quintas” (deber eludible mediante pago –solución solo apta para las clases pudientes– o emigración), entre otros males.
Esta situación se agravaría en la posguerra. Se propició así la reconversión forzosa de antiguos guerrilleros en bandoleros como una de las salidas de algunos ex-combatientes, que al encontrarse a su regreso a la vida civil sin ingresos económicos, inadaptados a las nuevas circunstancias, se decantaron por el robo, el secuestro y el pillaje como forma de subsistencia.
Un análisis de estas bandas revela que actuaban a la sombra de la guerra, que ofrecía una apreciable cobertura a sus delitos, a la vez que colaboraban en ocasiones con las fuerzas carlistas. Sus asaltos carecían de intención política: no elegían a sus víctimas por sus ideas, por ser o no ser liberales, sino por ser simplemente propietarios, no importando, incluso, que éstos fueran elementos del estamento eclesiástico, personas que se encontraban entre sus víctimas favoritas.
La frecuencia y tamaño de algunos ataques creó un sentimiento de desprotección e inseguridad en los pueblos, reflejo de la falta de un poder político firme, que a la larga no favoreció el afianzamiento de los liberales.

En general los bandoleros eran hábiles, astutos y con cierto poder de convicción; conocían perfectamente el territorio por el que se movían, se habían convertido en expertos en supervivencia y eran, en definitiva, fugitivos o “escapados” de la esclavitud, de la Justicia, del campo, de una vida que les desagradaba o, simplemente, de un acontecimiento desgraciado que los dejó al margen de la Ley, cuando no de una incapacidad para adaptarse a la vida civil después de largos periodos de ejercicio militar. Su hogar era con frecuencia la cueva y esporádicamente alguna venta cómplice de sus correrías.
El fenómeno que conocemos como bandolerismo tiene su máximo apogeo desde fines del siglo XVIII hasta concluir la primera mitad del XIX, iniciándose su declive con la creación de la Guardia Civil y la aparición del ferrocarril. A pesar de ello, hay que puntualizar que hacia la segunda mitad del siglo XIX el bandolero tradicional se reconvierte en secuestrador, obligado por las circunstancias. Algunas medidas legales llegan a ser extremadamente severas como la entrada en vigor de la “Ley de Fugas”, de Zugasti, que deja las manos libres para matar al bandolero cuando “intenta fugarse al ser detenido”.
A lo largo de la existencia del fenómeno, sus filas son integradas por todo tipo de gentes, desde oligarcas al margen de la Ley hasta simplemente vagos y maleantes de vocación, pasando por ex soldados sin oficio, criminales escapados de la Justicia e incluso algún héroe equivocado.
El 9 de julio de 1822 se promulgaba un Código Penal –cuya vigencia sólo alcanzó un año– definiendo qué es una cuadrilla de malhechores, penas, castigos. En esta misma década hubo otros intentos, infructuosos, de redactar y disponer de una legislación acorde con los problemas de la época. En 1832 se suprimió la pena de horca, aplicándose, a partir de ese momento, la de garrote. En 1854 O’Donnell concedió una amnistía general de la que se beneficiaron diversos bandoleros. Otro Código Penal, el de 1870, establece normativas concretas en la lucha contra los salteadores de caminos y contempla como agravantes que los delitos de robo se cometan “en despoblados” y “en cuadrilla o con el concurso de gente armada”.
Las vías de comunicación son tan deficientes o se encuentran en tan malas condiciones que los viajes se alargan excesivamente dando mayores oportunidades a los salteadores de caminos. A mediados del siglo XIX, gracias a una mejora económica general, a la desaparición de algunas bandas armadas –especialmente fuertes– de la primera mitad, a la creación de la Guardia Civil (1844) y al ferrocarril, los viajes por los caminos comienzan a vislumbrarse con una cierta tranquilidad. Los enfrentamientos de bandos familiares que nutren sus fuerzas ocasionalmente de mercenarios procedentes del bandolerismo, también se han extinguido para este momento de mediados de siglo. Así las cosas, los bandoleros que van quedando se encuentran inactivos en el plazo de unos pocos años y se ven obligados a pasar a engrosar el grupo genérico de malhechores.