MIRADAS A CALP DESDE EL EXCURSIONISMO MODERNO: ENTRE GABRIEL MIRÓ Y MIGUEL DE UNAMUNO.
“…Calpe sin colonia de veraneantes regocijados y orfeónicos. ¡Gracias a Dios, sin turismo!… El veraneante que se aburre apetece el grupo; se origina la colonia; querencia inflamada de los lugares; prurito de mejorarlos. El campo se trueca en arrabal y patio, en un número de programas de festejos estivales. Si además hubiera ruinas, más o menos gloriosas, el excursionista aconsejará el derribo, el aprovechamiento o hasta las restauraciones. El excursionista se complace en una parcela de campo a costa del paisaje…” (Gabriel Miró, Años y Leguas: Calpe. Excursionismo)[1]
Lean detenidamente los caracteres proféticos de estas breves líneas escogidas de la obra cumbre de Gabriel Miró, Años y leguas (1928): tiempo, parcela y paisaje en el alma preclara del autor. Nadie como él supo atisbar desde la atalaya de su propio corazón lo que hoy representa nuestro presente material, orográfico y trascendental. ¿No hay en esas líneas, aceptémoslo, un demoledor sustrato de “Verdad”? ¿La remembranza futura –gentil oxímoron– de un paraíso perdido, quizá? ¿No existe en el espíritu de estas afirmaciones mironianas, una visión precursora que rezuma cierto pesimismo o melancolía? ¿No resultará nuestro medio físico cotidiano de hoy, la fiel manifestación exterior de nosotros mismos y de lo que somos?
Desde las primeras décadas del siglo pasado, la belleza y la luz del entorno calpino habían atraído la atención de los pocos y privilegiados visitantes que se acercaban a nuestra costa para disfrutar de una jornada de tranquilidad, paseo y gastronomía marinera. Esta escasa afluencia de turistas, que raramente pernoctaban en la villa, promovió la apertura de pequeños establecimientos –se da por cierto que Hemingway visitó nuestra Fonda Querol[2] en aquellos años– donde se ofrecían sencillas comidas para agasajar a los huéspedes con buen vino y un exquisito pescado en el seno de un ambiente familiar y acogedor. Elías Tormo[3] publicaba en 1923 la primera guía turística de Levante, con itinerarios atractivos y noticias para el viajero burgués. Sus noticias sobre Calp se extendían a aspectos geográficos, históricos y etnográficos de interés.
Gabriel Miró, quien ante todo fue un decantador de bellezas, excursionista erudito y sensible, precisó de unos siete años para completar Años y leguas, obra poética, no descriptiva, cuyos capítulos fueron publicándose paulatinamente en distintos diarios. La evocación de Calp y su universo singular resulta rica y conmovedora.

Olvídense de un Miró en su confección, con cuaderno de campo y lapicero al ristre, garabateando papel encaramado a alguna peña. El escritor alicantino precisaba de la soledad de su aposento madrileño para la creación; necesitaba de la distancia que la permitiera generar sus pinturas oníricas desde la realidad revelada de la propia consciencia. La tarea literaria, tras una recolección concienzuda de materiales sensibles, germinaba en un proceso de impregnación de rasgos y esencias físicas y humanas atemporales que Gabriel trasladaba después con su tinta pulcra al reino de papel donde reside lo intangible. Siempre, allá al fondo, a lo lejos, el alma en el paisaje, en una pura manifestación alquímica de color.
Así lo entendió también Miguel de Unamuno,[4] un Unamuno arrebatado en comunión de sentimientos con Gabriel. Escribía el vasco universal en un artículo titulado Soñando el Peñón de Ifach:
“Baste decir que hay quien viene a “hacer su España” sin saber español. Y ni el paisaje se logra ver –y menos soñarlo– así. El que visita un país sin conocer la lengua de sus naturales para oírlos celebrar o lamentar su paisaje, no consigue ni crearse ese paisaje, que es un estado de ánimo comunal, ni recrearse en él”. […] “Cogí, pues, los Años y leguas de Gabriel Miró, profeta alicantino y me puse a repasar mis recuerdos recientes, a asentarlos y aclararlos. “Parece que los pueblos de la orilla del mar –dice– no pueden ser íntimos por la demasiada lumbre y anchura que los rodea”. Pero busqué su intimidad en el profeta. E impresiones, acuñamientos, sobre todo del peñón de Ifac, junto a Calpe, ese camafeo de antiguor –este vocablo es de Miró– que se me ha quedado acuñado en el alma. En mi norte cantábrico, las montañas se hunden en el mar; allí, en Levante, surgen de ella. Desde el peñón de Ifac se prende el mar latino, púnico, helénico” (Unamuno, 1932).
Unamuno, al igual que Miró, entiende que hasta la propia manifestación topográfica de un lugar responde al motivo esencial que conforma su más puro aliento espiritual de razón y origen. Para ambos autores, el tiempo y sus leyes no existen, acaso quedan éstos supeditados al hilo argumental desconocido que ordena el marco geográfico y los hechos históricos del devenir humano. Por ello, Miró y Unamuno hablan de “soñar un espacio”: soñar, acción en la que no cabe la cualidad lineal medible de la magnitud del tiempo.
“¡El peñón de Ifac! ¡El hemeroscopio ibero-helénico! Soñada desde él, desde esa atalaya; la Historia, cuaja, mística y aún misteriosamente, en una visión de quietud y de plenitud, de sosiego y de anchura. Allí todo se hace tradición y antigüedad. O antiguor”. […] Cuenta Gabriel Miró así: [relata Unamuno] “Bardells, sonriendo exclamó: -¡Cómo se quedaría Calpe si le arrancásemos el peñón de Ifac!-, Pero no se lo arrancaremos nunca. Se ha de ser de un sitio concreto, y la belleza lo es”. Y la divinidad también. ¡Divina concreción del Mediterráneo ibérico! El peñón de Ifac es geológico, pero es geográfico, que el mar de que surge es –lo dijo ya Miró- un “mar humano” (Unamuno, 1932).

Por lo expuesto, nuestro Sigüenza[5], excursionista erudito, intenso, místico, desarrolló su lirismo de artista en Calp a partir de la observación íntima, silenciosa de la naturaleza que le rodeaba para después recrearla en soledad. Una naturaleza, la de nuestro Sur municipal que se presenta bronca para el visitante habitual, cuando no sobrecogedora y casi inaccesible para quien la conoce por vez primera. La voz de los textos calpinos de Años y leguas principia y resuena con los ecos dramáticos del Mascarat:
“Llegaban al collado de Calpe, que se desgarra verticalmente en el barranco del Mascarat. Se desploman la luz y el silencio que pasan por el filo de los montes. Aunque se interne allí la carretera, la más vieja de la provincia, por un puente fino, alto, como un ventanal, entre dos túneles, y aunque ahora cuelgue como un avión aplastado el viaducto de un ferrocarril lugareño, el silencio y la luz tienen una calidad de civilizaciones antiguas, sumergidas en la inocencia del mar, que aparece entre los cortes de losas, en el sosiego de una cala. […] – ¡Un suicidio aquí sería terrible! Es verdad. También lo imagino Sigüenza. Pero un suicidio allí ya sería lo anecdótico, desrelacionado del ámbito abrupto y tremendo” (Miró, 1928: 206).
De la sequedad pétrea de la roca a la evocación húmeda del mar…
“Este mar viejo –para mí tan recién creado siempre-, mar de inocentes blancuras de barcas, tan de niños y cuentos […] este mar no está hecho sólo de agua, de rumbos de distancias náuticas, sino a la vez de pueblos, de paisajes, de gentes de la orilla. Mar humano […] La soledad mediterránea es la nuestra, la del hombre, relacionada con los barcos que se llegan frente a la costa y saludan su casa; faros nítidos como heredades que se internan a vigilar las aguas y proyectan sensación de familia. Gentes de todos los tiempos que han arado la besana azul; soledades llenas del pensamiento de nuestra vida” (Miró, 1928: 210-211).
Ifac…
“Ifach es de paños preciosos. De bronces ardientes, de piedras de gloria. Rocas encendidas, talladas por el filo del viento. Ábside con pecho de bergantín que corta inmóvilmente las aguas. Animación y gracia de escultura; torso y rodillas vibrando de luz marina bajo los pliegues dóciles y escarpas verticales de la peña; ímpetu contenido por la orla de la falda, cogida tirantemente a la costa. Silencio y retumbo de frescura salada. Silencio exaltado, como un grito de la cincelación de la luz” (Miró, 1928: 214).
Hermosísima explosión de color en la paleta de las palabras. La descripción de un viejo marinero calpino…
“Un viejecito de luto, de luto muy denso y mate en la cal azul de las sombras y en el yeso naranja de la pared con sol. Por el callo del calcañar le desborda la balleta amarilla que le faja los nudos de los dolores de reuma. Viejo con antigüedad de marinero, marinero de escampavía; y ahora, en su blusa de luto, el sudor de traer un costalillo de hierba para la cabra recién parida, de sus nietos” (Miró, 1928: 218).
Nuevamente el color en contraste: la luz y la sombra. En esta ocasión, Sigüenza se detiene en lo que, creemos, fuera el Hostal del Violí, en el carrer de Fora, y se topa con un rector forastero:
“A la salida del pueblo bajan del cabriolé porque se ha roto la correa de una jaca. Sigüenza se llega, poco a poco, al umbral de un mesón para pedir agua. La familia, toda de negro, está rezando el rosario. ¡Cuánto luto en Calpe tan blanco! Viene por la carretera un eclesiástico con esclavina, gorro de borla y sombrilla. Trae también un periódico de Valencia, desdoblado, y se aúpa las gafas de plata para saludar a Sigüenza. Como Sigüenza le cree párroco de Calpe, el capellán se lo contradice: –Párroco pero no de aquí. Aquí soy un forastero, un veraneante, un turista” (Miró, 1928: 218-219).
Tras una ardiente conversación, concluye Sigüenza ante las preguntas del rector:
“El excursionista no tiene otro goce ni propósito que llegar a un punto concreto del mundo: valle o cumbre, árbol, peña, playa; y, desde allí, casi únicamente desde allí, mirar a la redonda y volver. Yo no. Y si soy excursionista, para mí la excursión no consiste en llegar, sino en ir” (Miró, 1928: 222).
Del cura al campanario de la parroquial, Gabriel Miró recorre en su glosa la tarde rural que cae sobre los campos de Calp: tierras de “vides moscateles; las cepas dulces de la pasa. Masías blancas, y detrás, paredones crudos de los corrales; al lado, de cara al Mediodía, los riu-raus, los secaderos de los racimos, de arcos ingenuos de cal…”. Alusión última a la atalaya del Señor, en estampa entrañable que cierra la crónica calpina del autor, asegurando que este campanario “ha crecido blanco, liso, y viéndose arriba, juzgó demasiada para él la sede de la Naturaleza que le corresponde, y tuvo el acierto de sencillez de cubrirse con un bonete rural de yeso” (Miró, 1928: 226).

Volvemos a un Unamuno que se resume en la huella escrita de su mencionado artículo. Su voz intranquiliza, desasosiega, según quien lea, lo haga bien y entienda:
“No se olvide que el Mediterráneo apenas si tiene mares, y que abunda la sal de conservación. Para aquella gente no parece haber ni anteayer ni pasado mañana, sino un hoy perpetuo en que se funden, como en acorde el ayer y el mañana inmediatos. Siempre es ahora” (Unamuno, 1932).
Ahora y siempre ahora… Sirva recordar –ahora, siempre pues– y plasmar este pulso vital que nos permite ejercer un sentimiento de fraternidad basado en el homenaje hacia los que nos precedieron e hicieron posible nuestra presencia en el mundo. La voluntad férrea de rendir culto y recuerdo a nuestros antepasados, tantas veces doloridos y humillados por unos condicionamientos de vida más exigentes y difíciles que los nuestros, por bellísima que en su tiempo fuese la Naturaleza que los rodeara.
Juan Gil Albert nos ofrece alguna clave y la respuesta para aquellos que viven apegados al momento, al ahora y siempre ahora, sin mayor sentido de la trascendencia. Quizá para poder comprender la “Verdad Estética” del lenguaje mironiano, tengan que pasar los siglos con sus años y leguas de experiencias:
“No digamos de Miró que es un clásico. Miró será un clásico mañana, cuando hayamos pasado todos nosotros. […] En él se nos ofrecen las cosas como si estuvieran aún sin abrir: virginales. Pero lo terrible es que todas esas cosas estaban ya abiertas de par en par, porque durante siglos los hombres habían ido arrancándoles la corteza, rasgándoles los tejidos inquietos por lo que hubiera dentro. Miró nos devuelve las cosas intactas. Parece como que a su lado hay un derrumbamiento de bambalinas. Olemos a campo como en los tiempos frescos. Nos olvidamos de todas las experiencias. La tierra vuelve a amamantarnos de delicias. Y acabado el libro de Miró, buscaremos el sol con cariño de cristianos primigenios” (Gil-Albert Simón, 1980).
[1] Miró, 1928: 217 y sig. Gabriel Miró nació en Alicante el 28 de julio de 1879, y murió en Madrid el 27 de mayo de 1930.
[2] Establecimiento situado en la calle del Mar de Calp, regentado por Joaquina Pastor Rosselló.
[3] Tormo y Monzó, 1923. Elías Tormo y Monzó nació en Albaida el 23 de junio de 1869, y murió en Madrid el 21 de diciembre de 1957.
[4] Miguel de Unamuno y Jugo nació en Bilbao el 29 de septiembre de 1864, y murió en Salamanca el 31 de diciembre de 1936.
[5] Pseudónimo literario de Gabriel Miró.
Bibliografía
Miró, G. (1928), Años y leguas, Biblioteca Nueva. Madrid.
Tormo y Monzó, E. (1923), Guías regionales Calpe III. Estudio Geográfico de Dantín Cereceda, Madrid.
Unamuno, M. de (1932), “Soñando el peñón de Ifach”, en Ahora, 24 de abril (incluido en sus Obras Completas, t. I: 1085-1089).
Gil-Albert Simón, J. (1980), Gabriel Miró: remembranza, Ed. De la Torre, Madrid.